jueves, febrero 10, 2005

la eterna trenza dorada

El uniforme blanco, aquella mirada de loca de atar tras esos espantosos anteojos, con quien sabe cuantas dioptrías, y el cabello revuelto. Mi profesora de Lógica era una mezcla de científico y charlatán, creo que ninguno de los que estuvimos alguna vez en su clase hemos olvidado la crudeza con la que nos estrellaba contra nuestras aspiraciones de universitarios incipientes. En más de una ocasión nos enfrentó unos con otros en intrincadas polémicas, parecía disfrutar con nuestros razonamientos de topo como ciegos pegando a la piñata o al trasero de alguna vieja gordinflona. Y nos hablaba de Gödel como quien habla de Marx, de Platón o de Jesucristo, con esa devoción rampante como en busca de nuevos adeptos. Incompletitud, jóvenes, -incompletitud-, decía, -no hay leyes absolutas en el universo que gobiernen el caos-. Recursividad, su obsesión por Escher. Mu, su obsesión por Bach. Creo que a pesar de todos sus esfuerzos infrahumanos, muy pocos (nadie tal vez) entendían sus andanzas espaciales. En cuanto a mí, ja, al hambriento de mí, sólo quería ser un flamante y feliz alienado encargado de sistemas de una flamante corporación y no rollos matemáticos, metafísicos y psicodélicos de porquería, praxis, profesorado de pacotilla, praxis. Y la tuve.

El problema es la incompletitud. Estaba en lo cierto Gödel. Siempre falta algo en las respuestas, siempre quedan resquicios de invalidez. La incompletitud es la constante. Nada es todo, y como nos cuesta trabajo entenderlo, aceptarlo por lo menos. Cómo nos arrastra la desesperanza por ello cuando nunca nos parecen suficientes las alternativas predeterminadas. Y entonces notamos que siempre falta algo.