viernes, noviembre 26, 2004

artefactos de nostalgia

La nostalgía no anda a pie... Las personas suelen aferrarse a los recuerdos, a las remembranzas, agridulces combinaciones de un futuro ya sucedido, de un presente redimido aunque no siempre exculpado, lo pasado pasado, la bailado nadie me lo quita, me arrepiento de..., tantas alusiones a estelas de ilusiones que desaparecen en cada lapso cuya medida no es la hora, no es el minuto, no es el segundo, es la sinapsis eterna desconocida que nunca sabremos medir, proceso fisiológico ajeno e indiferente mientras cada uno de nosotros se consume a ritmo vacilante en un vaivén de emociones polifacéticas pero finitas al fin y al cabo. Es quizá la nostalgia la mejor máquina para viajar en el tiempo, quizá la única auténtica forma de rescatar fósiles de sensaciones. La arqueología no reconocida de los recuerdos. Es la prueba irrefutable de que el pasado SI importa, Si existió y seguirá estando en tanto exista el mundo de la vida.

Existen momentos capturados de tantas y tantas formas, aquel material contenedor de valor despreciable se convierte en millonario de la noche a la mañana, millonario de esencias, de virtudes, de horrores, millonario sólo para quien este tipo de artefactos podría tener un valor explosivo, el ser humano. En papel, en acetato, en medios magnéticos, digitales, fotografías amarillentas en vías de extinción, los últimos vestigios de una era ya declarada obsoleta hace tiempo, como la experiencia del viejo contada póstuma... Fotografías de papel, hojas secas y marchitas en un rincón, en un álbum, a mitad de un libro, en el altar de la muerte ancestral, caducando en formol frente al Voodoo, ahogadas en mares de letras. Mudos e inertes displays cuya resolución fue fijada intencionalmente para permanecer así por siempre. Evocaciones instantáneas y fascinantes de amaneceres y anocheceres, también de atardeceres cargados de sensaciones. De lugares, objetos y rostros exigiendo tributo antes que indiferencia, posando vanidosos un gesto irrepetible, voluntaria o involuntariamente. Uno observa una fotografía y divaga, divide en mil hebras la imaginación, reconstruye el momento si estuvo ahí y si no, lo inventa, lo recrea, lo traduce a su inimaginable lenguaje abstracto. Rebobina de la efigie calcinada rasgos finados o inexistentes. Captura el tiempo descuidado y de espaldas.

Si la memoria fuera débil las fotografías estarían ahí la mayoría de las veces, bastaría con mirarlas para recobrar la lozanía del pasado. Y quien sabe, y a quien importa, a donde iría a parar la lente que amamantó tanta geometría y a donde el papel que recogió sus gotas de leche. Y a donde la geometría misma.

Es así como nadie se explicaba la ausencia de fotografías en aquel rincón acondicionado como guarida. Si de tanto que faltaba lo más notorio era eso: no había fotografías y nunca las hubo. El crimen perfecto: nostalgia, pruebas: ninguna... Alguien duerme entre cartones en la sociedad digital...